El Mar Mediterráneo, o “Mare Nostrum” como le llamaban los antiguos, ha sido siempre y será el epicentro de nuestras vidas. Fuente de riqueza para muchos, ha representado a lo largo de la historia la ayuda perfecta o el enemigo más cruel para los pueblos, que veían en la inmensidad del Mediterráneo la mejor oportunidad para sus conquistas y oportunidades comerciales. A lo largo de los siglos, el norte de África ha sido para España puerta abierta a la península. A través del estrecho nos hemos impregnado de la cultura árabe, y la historia de España también es la historia del norte de África. A través del Mediterráneo, nos ha llegado su tradición y cultura, su gastronomía y su folclore, pero también la guerra y sus conflictos. Hoy, en pleno siglo 21, de Marruecos nos llegan seres humanos.
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Siete metros mide un edificio de dos plantas. Es el ancho del Guernica de Picasso. El sueño de cualquier saltador de pértiga, y la eslora de muchos de los barcos del puerto deportivo de Melilla. Un poco más allá, en la zona de carga, siete metros separan a más de una veintena de muchachos del paraíso, de la España soñada y buena, ésa en la que hay trabajo y arreglan papeles.
Melilla tiene un problema. Lo dicen sus vecinos, los dueños de los comercios, la policía. Un problema joven, que come y duerme como puede y habla castellano con acento marroquí. En toda la ciudad, hay cerca de 300 jóvenes acogidos en centros de menores. Llegan desde los cuatro pasos fronterizos, Beni Anzar, Farhana, Barrio Chino o Mariguari, en los que burlan las medidas de seguridad escondidos en coches o camiones e incluso a pie, bajo las túnicas de un adulto. Es el caso de Omar. Se refugió tras la figura de un hombre robusto. “Cuando se dieron cuenta en la frontera, eché a correr. No me cogieron”, explica y sonríe con su dentadura mellada.
Una vez en Melilla, tan sólo existe un objetivo: llegar a la península escondidos en el interior de las bateas (remolques de carga) de los barcos que cada noche cruzan el Mediterráneo.